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¡Libres por medio del perdón!

Mis padres y yo

¿Eres un niño honesto?

¿Quén de nosotros no ha sufrido en la vida una ofensa que nos ha causado pena, rabia o dolor? Quizá las memorias del daño padecido todavía están en tu mente y te siguen causando tormento. Incluso tu cuerpo podría llevar cicatrices físicas que te recuerdan constantemente la agresión que padeciste. Ya que vivimos en un mundo imperfecto donde abunda el pecado, es seguro que más de una vez hemos sido víctimas de injusticia, una traición o una ofensa.

La respuesta natural al daño sufrido es siempre negativa: nos sentimos frustrados, impotentes, dolidos y quizá incluso hemos albergado un deseo de venganza...

 

 

Si no fuera por ellos, no existiríamos. Nuestros padres nos trajeron a este mundo, aunque puede ser que no estuviéramos en sus planes. Somos una mezcla genética de nuestro papá y nuestra mamá. De ellos heredamos talentos, rasgos de carácter, inclinaciones, etc. Nuestros progenitores son sin duda personas decisivas en nuestra vida, y la educación y el trato que recibimos de ellos dejan huellas profundas en nuestro corazón.

La relación con nuestros padres no siempre es fácil, ¿verdad? Especialmente en la adolescencia, los conflictos y tensiones están preprogramados. Los hijos se quejan de sus padres, pero también los padres de sus hijos...

Cuando George Washington, el primer presidente de Estados Unidos, era un niño, vivía en una granja. Su padre le enseñó a cabalgar y solía llevar al joven George por la granja para que su hijo aprendiera a cuidar de los campos, los caballos y el ganado.

El señor Washington había plantado un huerto de árboles frutales. Allí había limoneros, melocotoneros, perales, ciruelos y cerezos. Un día recibió un cerezo particularmente hermoso. Lo plantó en un extremo del huerto y advirtió a todos en la granja que tuvieran mucho cuidado para que nadie lo rompiera o dañara. El cerezo creció bien y una primavera se cubrió de flores blancas...

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